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Un hipster en la España vacía - Daniel Gascón

25 abril 2022

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La España vacía tiene un problema quizá mayor que estar vacía: ver con qué la llenas. Si uno piensa en mudarse a un pueblo antes de la próxima pandemia, el próximo apocalipsis o unas nuevas elecciones generales debería tener en cuenta que la vida del campo es sencilla, que se come bien y hay mucho sitio para poner a correr a los niños.

Las casas son más baratas y espaciosas incluso puede emborracharse sin miedo a no saber volver a su domicilio, porque todos en el pueblo sabrán dónde vive, y le indicarán el camino amablemente.
Sin embargo, irse a vivir a un pueblo pequeño o agonizante, a una zona rural con poco paisanaje, exigirá de usted un esfuerzo imprevisto de adaptación, porque una cosa es ser forastero y otra ser un terrorista. En general, todos queremos irnos a los pueblos en modo terrorista, es decir, para decirles cómo tienen que hacer las cosas. Este terrorismo de las buenas intenciones es el que narra Daniel Gascón en 'Un hipster en la España vacía' (Random House), novela de aproximaciones rurales y sabotajes posmodernos.

Enrique, nuestro protagonista, deja la gran ciudad del poliqueo y las nuevas masculinidades para irse a un municipio con puticlub a las afueras, alcalde farruco y mujeres que cosen. Después de la esperada epifanía campesina (oh, la luna, las estrellas y el aire ancho), Enrique empieza a señalar las derivas inadecuadas de la vida en el campo, donde todo es racismo, machismo, antiecologismo y deudas en el bar. Inevitablemente, una pintada aparecerá pronto en un tabique encalado: “Forastero, gilipollas”. Si bien la gente viaja al extranjero, a cualquier país, y entiende pronto que debe tolerar sus singularidades, viajar a las profundidades de España no parece prescribir una sumisión semejante.
Lo que queda claro es que muchas veces vamos a los pueblos, sobre todo, a criticar, cambiar cosas y hacer ruido. Aquellos que nacieron en un pueblo y siguen residiendo en él puede que se quejen de la desatención estatal por sus servicios y cuitas, y que lamenten la migración constante de los jóvenes a las discotecas más horteras de la capital. Cuando hablan del despoblamiento hablan de gente que se va, no de gente que no viene. El matiz es importante. La gente de los pueblos no quiere que tú vayas allí a vivir: Se trata de la misma aversión que te puede provocar un invitado a tu fiesta que no trae nada y se va antes de que toque recoger la casa entre todos. Así piensan en los pueblos. Cuando hace frío, no venís; cuando hay que trabajar, no estáis; cuando hay que pagar impuestos, no apoquináis. Y luego cuando hace bueno, las fuentes manan alegres, el campo está bonito de veras, os pasáis por aquí a disfrutar de nuestra tierra y llamarnos paletos. Ése es el conflicto, queridos amigos. De este modo, un veraneante que se vuelve eterno, esto es, que sienta plaza en un pueblo con su familia o sus maneras, empieza a observar el largo año de la vida rural, y a poner pegas y romper las normas y  los consensos.

Si vas a vivir a un pueblo, pienso yo, debes vivir como ellos, de modo que si tiran cabras desde el campanario, tú debes tirar tu propia cabra desde el campanario, y así ser aceptado.

Enrique, el forastero abre un taller de nuevas masculinidades, peatonaliza calles y pone el nombre de Gramsci a una de ellas Pero eso no sucede, como narra muy simpáticamente Gascón en su novela, donde el forastero abre un taller de nuevas masculinidades, peatonaliza calles y pone el nombre de Gramsci a una de ellas, sugiere lenguaje inclusivo para los nombres de las cosas, ve racismo contra el “moro” del lugar cuando está más integrado que él, da lecciones de ecología a gente que lleva toda la vida trabajando cuerpo a cuerpo con la tierra o proyecta en el frontón de la localidad películas coreanas con subtítutos. Huir de la gran ciudad a un pueblo para imponer allí la vida que llevabas en la gran ciudad no es una idea muy aprovechable. Que a lo mejor hay una España que prefiere estar vacía a llenarse de modernos, esa es la conclusión.

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